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Alonso Sergio |
Publicado: 2012-12-11 16:48:10 LOS NIÑOS Y EL AJEDREZ
Nota de Javier Cordero Fernández
Cada vez se está profundizando más en este tema, sobre todo por parte de nuestro periodista más sobresaliente, Leontxo García. Y es que el ajedrez no sólo es un deporte que te puede dar muchas horas de diversión, también puede ser una actividad que sirva para desarrollar tu mente e incluso para mejorar nuestra salud a largo plazo.
Empecemos por un tema importante: lo que puede llegar a aportar el ajedrez en la infancia. El ajedrez puede ser una herra-mienta eficaz para ayudar en la formación de un niño, de hecho cualquier actividad que obligue a ejercitar nuestra mente siempre resultará positiva. El cerebro de un niño absorbe más cantidad de información, y lo hace de una forma más natural, que el de una persona de edad más avanzada. Por eso, todo lo que se aprenda a edades tempranas quedará impreso en nuestra memoria de forma más indeleble. El ajedrez exige una gran concentración, por lo que nuestro cerebro se ve sometido a una gran actividad, esa es la base de los beneficios que reporta, es como si obligásemos a nuestro cerebro a hacer ejercicio, por lo que conseguiremos mantenerlo en plena forma. Podemos decir que el ajedrez es la gimnasia de nuestra mente.
Pero el niño no se verá solamente recom-pensado en su salud, el ajedrez también le ayudará en diversos aspectos que favorece-rán su rendimiento escolar y el desarrollo de su mente. Lo primero que llama la atención es el cambio en su forma de comportarse: aprenden a respetar al rival y se conducen de una forma más tranquila y reflexiva... esto se puede comprobar a las pocas semanas de comenzar cualquier curso, el niño, en la mayoría de los casos, cambia su actitud excesivamente nerviosa y revoltosa, por otra más sosegada y de mayor respeto hacia los que le rodean. También podemos hablar de mejoras en la capacidad de concentración, aprenderán a planificarse (ya que en sus partidas tendrán que idear planes de juego), adquirirán precisión a la hora de realizar tareas, aprenderán a gestionar su tiempo de forma más efectiva o mejorarán su nivel de atención, su pensamiento lógico y su capaci-dad de cálculo... demasiadas virtudes para pasarlas por alto.
Gracias al ajedrez nuestra mente se man-tendrá ágil y lo hará durante toda nuestra vida. Pero esto no es simple palabrería, hace algunas semanas se han hecho públicos los resultados de una investigación relacionada con el ajedrez y la mente, desarrollada en el Hospital Universitario de Valencia. En dicha investigación se incluyeron a 120 personas entre 57 y 87 años, que fueron divididos en dos grupos de 60. A los integrantes del primer grupo les fue impartido un curso de ajedrez durante un año. Los del segundo realizaron, durante ese año, otras activida-des que exigían poco desgaste mental.
Los resultados fueron claros: el segundo grupo no experimentó ninguna mejoría en su rendimiento cerebral, sin embargo, el primer grupo, que participó en el curso de ajedrez, contó con un 65% de sus integrantes que dieron resultados positivos, algunos de ellos verdaderamente espectaculares. La doctora responsable de la investigación comentó los resultados de la siguiente forma: "Mejoraron sus funciones visioespaciales y su rapidez mental y, en general, eran menos lentos a la hora de procesar la información que recibí-an". Como es lógico, todas estas mejoras pueden ser aplicadas a muchas actividades cotidianas de la vida, mejorando la calidad de ésta. Además, las personas que realiza-ron el curso reconocieron sentirse más autónomos y menos dependientes de terceras personas (como sus hijos o cuida-dores).
Tampoco hay que perder de vista que el ajedrez es una actividad divertida, que se puede jugar en cualquier sitio y que nos reportará horas de entretenimiento. No hay por qué pensar que todo el que lo practique se tiene que dedicar a ello profesionalmente, el ajedrez es un juego milenario, tan amplio que uno lo puede afrontar de distintas formas: como simple aficionado, como jugador de club, como jugador amateur o como profesional. Además, el ajedrez es el deporte que mejor se ha adaptado a las nuevas tecnologías, desde el desarrollo de programas de juego a la presencia masiva en internet a través de miles de páginas. De hecho cualquiera puede jugar desde su casa, en cualquiera de los múltiples servido-res de juego, contra rivales de cualquier rincón del planeta.
También sería bueno terminar con el mito de que este es un juego para personas muy inteligentes. Yo creo que con práctica, cualquiera puede alcanzar un buen nivel y seguro que esto traerá aparejado ciertas mejoras a nivel de rendimiento cerebral. Así que no os engañéis, cualquiera se puede acercar al ajedrez y disfrutar... bueno, todo el mundo no, a la vista de esta radiografía creo que Homer lo iba a tener complicado:
En definitiva, padres y madres conquenses, plantéense seriamente que sus hijos jueguen al ajedrez, no sólo dispondrán de una actividad divertida en la que invertir sus horas libres, sino que obtendrán beneficios mentales que les servirán para el resto de sus vidas. Además podrán competir con otros niños, hacer nuevos amigos y mejorar su capacidad para relacionarse con otras personas.
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jcf |
Publicado: 2012-12-15 11:27:41 Interesante. Gracias Alonso.
Javier |
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carrevi |
Publicado: 2012-12-15 15:35:42 Alonso: La experiencia de las clases que doy a niños de edad escolar (inicial a 6to grado) desde hace años me permite avalar todo lo que has escrito, tengo experiencias muy gratas sobre el desarrollo psicologico y de aptitud y actitud mental en alumnos que incluso eran considerados como niños especiales.
El ajedrez no solo entretiene sino CURA
Un abrazo
Carlos
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Alonso Sergio |
Publicado: 2013-01-22 18:28:30 Artículo de la revista El Ajedrez Americano, de Noviembre 1927, escrito por Patricio Grau, que expondré en 3 presentaciones
DE LA PSICOLOGIA DEL JUGADOR DE AJEDREZ
I - Necesidad de una 2º Teoría del juego
La teoría del Ajedrez, que inició en forma seria Philidor, ha alcanzado en nuestros días un grado de fineza extraordinaria. Sin embargo, no puede ser mirada como toda la teoría del Ajedrez, pues solamente contempla uno de los dos aspectos que el juego presenta.
El ajedrez puede ser considerado en su objetividad. En ella las jugadas aparecen sometidas a un sistema de realidades puramente objetivas. Son las maniobras las que determinan las maniobras. Las únicas realidades que existen son las jugadas y la posición. En este sistema de cosas se mueve la teoría, que supone que las características de cada posición bastan para determinar la mejor jugada.
Pero evidentemente el juego presenta otro aspecto. Las jugadas aparecen también como hijas y producto de un proceso mental, de una cerebración determinada, de un acto de espíritu, en el que la objetividad del juego es tan solo un factor. Considerar el juego bajo esta faz daría origen a otra teoría del juego, que llamaremos: teoría del juego en cuanto subjetivo.
Debo aclarar el concepto, porque opino que esta segunda teoría del juego debe hacerse necesariamente y a breve plazo.
La teoría general, con sus progresos y esfuerzos, nos pone a menudo frente a conceptos que, por referirse no a la jugada en sí, sino a los procesos mentales que la producen, aparecen como obscuros e imprecisos y que, en tales circunstancias, cada uno interpreta a su manera. Así se habla de análisis, de sentimiento de posición, de combinaciones profundas, de la relatividad de los postulados de los teóricos, de temperamento de jugadores, estilo, intuición, belleza, etc.; todos conceptos que tocan la faz subjetiva del juego. Además, y esto es aún mas importante, la misma teoría del juego, por el mero hecho de existir, supone problemas que ella, por sí, no pueden resolver nunca. Así, por ejemplo, cabe preguntarse cómo se construye la teoría, cómo se desarrolla y cómo progresa; o también, qué resultados podemos esperar de ella, cuáles son sus límites; todos – otra vez – problemas que tocan la faz subjetiva del juego, y en cuanto a lo que podemos esperar de la teoría, resultará de la relación en que esté la dificultad del juego con la inteligencia humana.
Si todos estos problemas han de tener alguna solución, si los conceptos que a diario usamos han de tener un significado preciso, si interesa a los fines del juego saber cómo pensamos las jugadas y cómo se piensan la buenas jugadas, si creemos útil conocer cómo se construye la teoría y cuál es su valor, será necesario afrontar la tarea de construir una segunda teoría del Ajedrez, no, por cierto, para sustituir a la antigua, sino para convivir con ella y, acaso, para hacerla más sutil y más fecunda.
Confieso que cuesta algún trabajo amoldarse a esta idea. Nuestro espíritu desconfía en principio de las cosas nuevas y sólo las emprende bajo presión de los hechos y de las cosas viejas. Pero, en este caso, los hechos y las cosas viejas están haciendo ya presión y pronto tal vez exijan que se planteen esos problemas subjetivos.
Contra la necesidad de fundar una segunda teoría del Ajedrez, no sólo aparece, sin embargo, un simple sentimiento de resistencias, sino que parece existir una razón de hecho y, como tal, irrebatible. Es, en efecto, sumamente lógico pensar que si esa segunda teoría fuese útil y necesaria, cual nosotros pretendemos, habría sido ya hecha. No es esa, empero una razón de peso. 1º: Porque es un hecho histórico que pertenece al destino de las cosas mostrar su faz objetiva mucho antes que la subjetiva, y, como ejemplo máximo, cabe señalar la antigüedad de las ciencias físicas en relación a las psicológicas. 2º: Porque esta teoría del juego en su faz subjetiva existe ya, y de ahí que su falta no haya sido notada. Pero existe sólo en forma no sistemática, está atrasada, y cada jugador se la construye a su manera, en los límites que la necesita. Esta teoría está en el mismo estado que hace 200 años estaba la teoría objetiva del juego, como construcción de cada cual para el propio uso y particular beneficio. Y hay aún una tercera razón, y es que las cosas no se suscitan por sí mismas, espontáneamente, sino por presión de las cosas y la teoría del juego en cuanto subjetivo debe ser suscitada – para que su existencia sea justificada y avivada por una necesidad – por presión de la teoría objetiva al plantear problemas y manejar conceptos que no puede explicar por sí misma. La teoría subjetiva debe ser promovida a la existencia, pues, por el desarrollo de la teoría objetiva. Y bien: nuestra teoría del Ajedrez es obra muy reciente, y sólo con Steinitz ha alcanzado vigor y fineza. De ahí que esa presión de las cosas no haya podido manifestarse antes.
No hay pues objeciones serias contra la idea que se nos ha suscitado. En cambio, abre esperanzas. ¿Pues no podemos esperar acaso que, estudiando cómo se produce la jugada de ajedrez – y, en especial forma, la “buena jugada” de ajedrez – puedan echarse los fundamentos de una nueva forma de enseñar el juego? A los jugadores medianos y malos nos acontece a menudo que omitimos de aplicar reglas teóricas que conocemos, porque esas reglas, a pesar de ser conocidas, no lo son de modo que puedan incorporarse a nuestro proceso mental en la partida viva. La teoría objetiva nos enseñará esas reglas, pero no puede enseñarnos a “pensarlas”. Eso es de competencia exclusiva de la teoría subjetiva que debe enseñarnos a pensar el juego y a dirigir con más acierto el proceso analítico que efectuamos al considerar una jugada, labor que hoy está delegada a la experiencia personal de cada cual.
Son, así, sobradas las razones por las cuales debe comprenderse la tarea de sistematizar esta segunda teoría. Sin embargo, aunque ellas no existiesen, habría que reconocer aún una razón indiscutible en la satisfacción propia de la curiosidad intelectual, que es la más soberbia condición del espíritu. La inteligencia sabe dictarse leyes y sus procesos están animados de una potencia tan fresca y viva que, cuando se hastía de los problemas reales y cotidianos, es capaz de inventarse problemas nuevos como lo vemos en algunos casos de las matemáticas no-euclídeas, en una esfera de cosas, y en la creación de este extraordinario juego del ajedrez, en otra. Y no es rara la vez que problemas planteados y resueltos por pura y simple curiosidad intelectual, sin consideraciones utilitarias, han resultado a la postre filones inagotables de rudimento práctico.
Desde luego la tarea de sistematizar esa teoría nueva debe ser obra de tiempo y acaso tarde sus buenos años; pero su advenimiento es necesario e inevitable. Mientras tanto eso se gesta nos será al menos permitido tocar, aunque sea desmañadamente, algunos aspectos inconexos que probablemente asumirá el problema.
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Alonso Sergio |
Publicado: 2013-01-23 13:49:51 II - El Ajedrez: Problema Difícil
En su libro “Modern Ideas in Chess”, Ricardo Reti, siguiendo una idea de Breyer, bajo el título de “Una Posición difícil”, pone un diagrama con la posición inicial de las piezas. Y, en efecto, es ésa una peculiar posición difícil.
En ajedrez hay infinidad de otras posiciones posibles y en su inmensa mayoría son posiciones difíciles. Pero, ante todo ¿qué es una posición difícil? Difícil es un término de valor subjetivo que empleamos comúnmente en ajedrez, pues su significado es muy claro. Quiere decir, sencillamente, que nuestras facultades de análisis no pueden abarcar la totalidad de la posición y agotar las posibilidades. Esta desproporción entre la inconjeturable complejidad del juego y lo reducido de nuestra capacidad de análisis es la raíz misma del juego y el fundamento de sus principales características. Por ello nuestro juego es considerado como el más intelectual de los juegos. Por ello tiene razón de ser la teoría que aparece así como siendo una tentativa – dado que el juego resulta rebelde al análisis individual y directo – de captar por astucia e indirectamente la complejidad de las posiciones. Por ello, también, se explica la razón de que el ajedrez resista los siglos y cobre con ellos nuevo interés y esplendor, pues, a pesar de todas las tentativas de aprehenderlo en toda su complejidad y reducirlo a leyes más o menos generales, el ajedrez sigue siendo siempre el mismo problema difícil.
Para el establecimiento de una teoría del juego en cuanto subjetivo puede abrir una puerta eficaz este planteo de Breyer. En efecto: toda la historia del juego y su desarrollo, ya se trate de la partida viva o del análisis, se reduce a preguntar cómo resolvieron el problema difícil de Breyer los distintos jugadores de todos los tiempos y cómo lo resolvemos nosotros. La solución de ese problema, o mejor – porque el problema está lejos de ser resuelto – la manera de plantear ese problema y las soluciones ensayadas, es lo que determina todo nuestro proceso psicológico al pensar cada jugada.
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Alonso Sergio |
Publicado: 2013-01-23 18:18:33 III – El Ajedrez como Problema de Valor
Según lo dicho, la psicología del jugador de ajedrez sería uno de los temas cuyo destino es ser consagrado por el próximo porvenir.
Al hacerlo se seguiría el mismo proceso que ha dividido el estudio del pensamiento en dos ciencias: la lógica y la psicología. Porque si bien el pensar es un proceso psicológico, el pensamiento, como objetividad, pertenece a un sistema que escapa a la psicología y es del dominio de la lógica. Y es curioso hacer notar que también en este caso los problemas lógicos del razonamiento han precedido a los problemas psicológicos del razonamiento.
Pero este paralelo nos suscita una sospecha inquietante. El pensamiento presenta aún un tercer aspecto: su valor, que, no pudiendo ser objeto de la lógica ni de la psicología, hace necesaria una tercera ciencia: la ciencia del conocimiento, ¿No acontecerá, pues, que, a despecho de todas nuestras resistencias, presente aún nuestro juego – que está asumiendo proyecciones peligrosas – un tercer aspecto? No, felizmente. El ajedrez no puede presentar ese tercer aspecto, pues no existe como problema de valor; no puede suscitar ningún problema de valor. El fin del juego es el mate al rey, y, por tanto, un fin puramente convencional, que se da por una mera imposición y que no tiene ni puede tener trascendencia alguna.
Pero si es así, ¿cómo es posible que el Dr. Lasker, que es un gran campeón y un buen filósofo, se haya preguntado si el ajedrez debe ser mirado más bien como una ciencia o más bien como un arte?
Evidentemente, el Dr. Lasker no se plantea esta pregunta considerando el fin del juego, sino su manejo, su “modus operandi”. Porque si bien el ajedrez en sí no puede ser, sin abuso, llamado ciencia o arte, en el manejo del juego, en la solución de sus problemas, pueden preferirse procedimientos que son más bien de la ciencia, o más bien del arte. El problema fundamental del ajedrez es el problema difícil de Breyer. Pues bien: aunque por sus fines, ciencia y arte no tengan relación alguna con el ajedrez – ya que éste pertenece a un orden de cosas menor e intrascendente – no pueden menos, al plantearse, que adoptar planteos similares al problema difícil de Breyer. Encontrar la verdad es un problema difícil. Captar la belleza es un problema difícil. En la solución de esos problemas la ciencia tiene su método: el rigor lógico, la observación, la experimentación: todos procesos puramente racionales. El arte, en cambio, tiene un procedimiento muy diverso: el sentimiento, la intuición, el barrunto de realidades eminentes, el genio; todos procesos irracionales, pues escapan a la mera razón. En este sentido cabe preguntarse si se debe encarar el problema difícil de Breyer con el procedimiento de la ciencia o con el procedimiento del arte. Si preferimos los métodos artísticos o los científicos.
Así es como debe comprenderse el problema de Lasker y en este caso es perfectamente compatible con la negación al ajedrez de aspectos superiores que no hay para qué otorgarle.
En cuanto a la solución del planteo del Dr. Lasker, saben efectuarla los maestros con certera intuición en sus propias partidas. En ellas los procedimientos científicos y los artísticos, se dan armoniosamente, cada uno en su lugar y en su oportunidad; con un exacto sentido de medida. Y a esta convivencia fecunda de ambos procedimientos, sutilmente manejados, debemos atribuir la mágica virtuosidad de los grandes maestros.
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Alonso Sergio |
Publicado: 2013-04-21 21:26:24 Hace poco Christian planteó en facebook un tema interesante: quien es o fue el mejor jugador de todos los tiempos. Yo creo que esa pregunta es injusta, sobretodo con los pioneros del ajedrez. Seguramente para contestarla la mayoría pensará en jugadores como Kasparov, Fisher, Tal, algunos tal vez Carlsen o Anand que están en actividad.
Y estoy casi seguro que a casi nadie se le ocurrirá pensar en Philidor, que fue un jugador extraordinario en su época y fundó las bases del juego posicional, estamos hablando de un jugador del siglo XVIII. O en Morphy, que siendo norteamericano consiguió mas o menos lo mismo que Fisher, que fue ganarle a los jugadores mas fuertes, que en ese entonces estaban en Europa. Obviamente no se los puede comparar con Kasparov porque son de épocas diferentes, y por eso no podemos decir cual fue mejor. Por esa razón a mi me parece que la pregunta hay que plantearla en términos de épocas y hacer comparaciones entre jugadores contemporáneos.
Y hecha esta introducción entraremos en mi época predilecta, que es la primera mitad del siglo XX, una época difícil, en la que el mundo va a experimentar grandes cambios geopolíticos y también habrá un giro en las estructuras de poder, todo eso a través de dos guerras tremendas, que darán muestras de lo mejor y lo peor del ser humano, y cuando hablamos de este tipo de actitudes también están incluidos los ajedrecistas, algunos fallecidos a causa de las guerras, otros salvaron sus vidas por el ajedrez y otros mostraron actitudes heroicas y miserables, pero eso lo podemos dejar para otra entrega.
Una época en la que surge la Psicología como ciencia, y grandes personalidaes como Freud y Einstein. También en un fatal accidente morirá en su pico de popularidad Carlos Gardel y lo llorará toda América. En el ajedrez habrá grandes cambios, justo cuando algunos de los mejores jugadores presagiaban su final, con el hipermodernismo de la mano de Nimzovich, Reti y Breyer. Esas guerras ideológicas entre los discípulos de Steinitz, encabezados por Tarrasch, representando el ajedrez clásico y los adeptos a este nuevo movimiento también quedarán para el recuerdo.
Y en este contexto se va a jugar uno de los match mas interesantes. Tal vez efectivamente el match del siglo sea el de Fisher y Spassky, pero mas por cuestiones extra ajedrecísticas, que va a conseguir algo increíble, que el ajedrez trascienda a su limitado ámbito y que esté en boca de todo el mundo. Al fin y al cabo ganó el favorito, y aunque curiosamente Fisher hasta entonces nunca había vencido a Boris, sin dudas era el gran favorito por su notable evolución. Puede que haya sido superado por los duelos entre Karpov y Kasparov, es posible, pero en todo caso con las batallas de las dos K va a suceder algo parecido, que dos jugadores destacados, distintos en sus estilos y personalidad, se enfrentarán en un duelo que de ninguna manera quedará en el olvido.
Ahora voy a mandar una gran crónica de ese match jugado en la ciudad de Buenos Aires, hecha por un tal Rodriguez, donde previamente va a presentar a los actores y va a exponer porqué, en su opinión, pudo ganarle Alekhine al Mozart del ajedrez.
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Alonso Sergio |
Publicado: 2013-04-21 21:33:04 PARTE I - CAPABLANCA
Uno nació con un don divino, un inabarcable talento natural al que no concedía demasiada importancia. El otro vivía por y para el ajedrez. Uno era el campeón, aunque no entrenaba nunca ni se esforzaba lo más mínimo. El otro se veía siempre relegado al segundo lugar, pese a que estudiaba y se preparaba obsesivamente. Uno asombraba al público con sus logros y aparecía constantemente en los periódicos. El otro sólo interesaba a los ajedrecistas entendidos. Uno, seguro de poder vencer siempre, se dedicaba a la buena vida incluso la noche anterior a una partida importante. El otro vivía encadenado a sus libros y su tablero, buscando desesperadamente una forma de vencer al campeón. Uno se llevaba la fama, la gloria y las mujeres. El otro lo contemplaba desde la sombra, cada vez más consumido por la envidia. Ambos protagonizaron una de las rivalidades más agrias en la historia del deporte; una rivalidad que para colmo quedó incompleta. Pero eso forma también parte del encanto de aquella historia.
Estamos en 1927. Antes de que se celebre en Buenos Aires el campeonato mundial de ajedrez, que ha despertado el interés de toda la prensa de la época, las autoridades y la alta sociedad de varios países han estado agasajando a los dos contrincantes. Esta noche estamos en un teatro y vemos a ambos ajedrecistas en el palco, sentados entre celebridades varias, asistiendo a un espectáculo musical. El cubano José Raúl Capablanca es campeón mundial desde hace siete años. Es el Mozart del ajedrez. Antiguo niño prodigio, número uno del mundo, personaje favorito de la aristocracia de todo el planeta y lo que es más importante, considerado invencible de forma unánime. Pese a que falta muy poco para que empiece la gran final, Capablanca aparece seguro de sí mismo, relajado, sonriendo satisfecho mientras intercambia miradas con las bailarinas del escenario: gracias a sus maneras aristocráticas y galantes tiene fama de seductor nato y probablemente esté preguntándose con cuál de las bailarinas podrá pasar la noche. La vida es bella para el Mozart del ajedrez.
En el mismo palco, un par de asientos más allá, está el aspirante. El ruso Alexander Alehkine procede de una familia adinerada, pero su conducta es muy distinta a la galantería mundana del sociable Capablanca. Alekhine no mira al escenario ni a las bailarinas. No parece disfrutar del espectáculo; está tenso y recluido en sí mismo. Tiene un pequeño tablero de bolsillo entre las manos y está practicando jugadas con expresión casi fúnebre, totalmente ajeno a lo que sucede a su alrededor. Mientras para su rival, el campeón cubano, este es un enfrentamiento más, Alekhine siente que se jugará la vida en aquellas partidas, porque el ajedrez lo es todo para él. Incluso su gato se llama “Ajedrez”. Pese a estar rodeado de la flor y nata de la alta sociedad local y en mitad de un agradable espectáculo, Alekhine no puede relajarse ni pensar en ninguna otra cosa que en la próxima final.
Capablanca es invencible, todo el mundo lo sabe. Los presentes que tanto admiran al campeón cubano miran al ruso con una mezcla de extrañeza y conmiseración. Pobre Alexander. Esforzándose inútilmente cada minuto del día mientras el Mozart del tablero es feliz y se divierte. Incluso los grandes maestros del momento lo habían vaticinado: Alekhine no tenía ninguna posibilidad. La cuestión no era si iba a perder o no, sino por cuántos puntos. Incluso los había que decían que Alekhine no podría siquiera ganar una partida aislada. De hecho, Alekhine nunca había ganado al campeón cubano. Se habían enfrentado doce veces sobre un tablero en competición oficial, con una estadística desoladora para el ruso: +0-5=7. Esto es, cinco derrotas y siete empates… ninguna victoria.
Lo peor que puede pasarle a un genio es vivir a la sombra de un genio todavía mayor. Algo así, inevitablemente, tiene que terminar en drama.
El hijo de los dioses
“Puedo adivinar en un momento lo que se oculta detrás de las posiciones y qué es lo que puede ocurrir o lo que va a ocurrir. Otros maestros tienen que hacer análisis para obtener algunos resultados, mientras a mí me bastan unos instantes”
Decía Pablo Morán que “para Capablanca, el ajedrez era tan fácil como respirar”. El propio campeón cubano admitió que había aprendido a jugar al ajedrez “antes de aprender a leer” y como decía el gran maestro Richard Reti, era como su “lengua materna”. Se le considera uno de los mayores talentos naturales de la historia del ajedrez, si no el mayor, y tengamos en cuenta que este juego ha producido una cantidad considerable de genios. Él mismo era consciente de lo enorme de su propia capacidad: “el ajedrez, como todas las demás cosas, puede aprenderse hasta un punto y no más allá. Todo lo demás depende de la naturaleza de la persona”.
El pequeño Capablanca jugando con su padre, a quien ya podía vencer a tan temprana edad.
José Raúl Capablanca nació en una fortaleza militar de La Habana, ya que era hijo de un oficial del ejército español: Cuba era aún una provincia española. A una muy corta edad había asombrado a propios y extraños con su increíble capacidad innata para el ajedrez. Desde muy temprano ya demostró a sus mayores que no sólo había aprendido a mover las piezas observando las partidas que enfrentaban a los adultos —algo que han hecho otros niños—, sino que su comprensión del juego era anormalmente aguda para su edad. Un buen día miró a su padre jugar contra un amigo y al terminar la partida el pequeño Capablanca le dijo riendo “¡eres un tramposo!”, porque había visto un movimiento incorrecto. Para sorpresa de su progenitor, el pequeño José Raúl no sólo supo volver a colocar las piezas sobre el tablero, sino que ganó la primera de las partidas que jugaron entre ambos. Tenía cuatro años.
El oficial, atónito por la revelación de que su hijo podría ser un prodigio, le llevó al club de ajedrez de La Habana, donde el inusualmente dotado niño se enfrentó a varios jugadores adultos. Aún se conservan algunas partidas como la que jugó con Ramón Iglesias, un fuerte jugador que le dio al pequeño ventaja de dama —una ventaja importante, pero es que Capablanca tenía ¡cuatro años!—; el niño consiguió ganar y lo que es más importante, poner de manifiesto que entendía los fundamentos de la estrategia. Durante los años siguientes se convirtió en un jugador aficionado de notable envergadura y a los trece años era oficialmente el mejor ajedrecista de Cuba, venciendo al hasta entonces campeón Juan Corzo por un apretado +4-3=6. Un logro impresionante para alguien de tan corta edad, algo muy pocas veces visto, como cuando Bobby Fischer se convirtió en campeón de Estados Unidos a los catorce años.
Tras esa hazaña, Capablanca dejó la alta competición durante unos años y pudo estudiar en Estados Unidos gracias a una beca. Pero no llegó a terminar la carrera universitaria y abandonó los estudios atraído nuevamente por los encantos del tablero, donde para triunfar no necesitaba esforzarse. Con dieciocho años retornó a la competición, participando en un torneo neoyorquino de partidas rápidas en el que se llevó el título, ganando nada menos que al vigente campeón mundial, el alemán Emmanuel Lasker. Al año siguiente, ya en la modalidad de ajedrez normal, se enfrentó en un match al campeón de Estados Unidos, Frank Marshall, a quien dio una considerable paliza, venciendo por el abultado resultado de +8-1=14.
El prodigioso intelecto del joven Capablanca despertó fascinación en su época.
Marshall no sólo se dio cuenta de que aquel cubano de veinte años era un monstruo en ciernes, sino que removió cielo y tierra para conseguir que Capablanca pudiese participar en el torneo más importante que se celebró en aquellos años. En España, concretamente en San Sebastián, iban a reunirse los mejores ajedrecistas del mundo con la única ausencia del campeón Lasker. Fue un torneo que marcó un antes y un después no sólo por el apabullante nivel de los participantes (en su momento fue considerado el torneo más fuerte de la historia), sino porque establecía nuevos cánones en cuanto a la cuantía de premios y las condiciones más profesionales en que se iba a jugar. No es extraño que se invitase, en principio, sólo a ajedrecistas con un currículum aplastante. Pero Marshall insistía en que Capablanca debía ser admitido en la competición. No lo tenía fácil: el bagaje de Capablanca era quizá impresionante para su juventud, pero el campeonato de Cuba era su único título importante, poca cosa frente a matestros que habían ganado competiciones internacionales. El que un semidesconocido fuese inscrito en el gran torneo de San Sebastián parecía, en principio, inapropiado e injusto. Es más, algunos jugadores europeos pensaban que Capablanca era un producto del marketing norteamericano y protestaron cuando Marshall consiguió finalmente que el joven prodigio caribeño participase. La polémica rodeó la llegada del cubano, y famosos grandes maestros como Bernstein estaban indignados; ¿cómo era posible que un jugador sin palmarés internacional ocupase una plaza en el torneo habiendo tantos jugadores experimentados que lo merecían más? Pero la polémica terminó justo cuando Capablanca jugó su primera partida… precisamente contra Bernstein. El cubano no sólo derrotó al gran maestro de manera brillante (a la postre fue votada como mejor partida del torneo), sino que el propio Bernstein dijo que Capablanca, con toda probabilidad, terminaría llevándose el trofeo frente a la élite del ajedrez mundial.
Así de impresionado quedó Bernstein tras su partida con Capablanca, y no se equivocó en su vaticinio. El cubano ganó su primer gran torneo internacional y comenzó una etapa de ascensión que terminó transformándole en el jugador más fuerte del mundo, dándole un aura de imbatibilidad que le convirtió en una rutilante estrella.
El campeón mundial, Emmanuel Lasker, retrasó cuanto pudo el momento de jugarse el título frente a Capablanca. En aquellos años el campeón tenía derecho a elegir contra quién se enfrentaba y bajo qué condiciones competitivas y económicas, como ocurría en el boxeo. El título era considerado una cuestión de honor y se confiaba en que el campeón mundial siempre sería lo bastante honesto y caballeroso para aceptar enfrentarse contra sus mejores rivales. Pero no siempre era así, y Lasker imponía unas condiciones que Capablanca no quiso aceptar. Entre la falta de acuerdo y la I Guerra Mundial, el match por el título se retrasó varios años. Finalmente, en 1920 resultaba tan evidente que José Raúl Capablanca era el mejor jugador del planeta con abrumadora superioridad sobre el resto (incluido el propio campeón alemán) que Emmanuel Lasker decidió unilateralmente renunciar al título en favor del cubano, diciendo públicamente que Capablanca no lo había ganado sobre el tablero pero lo merecía por la fuerza de su juego. Aunque nadie discutió esta idea, Capablanca insistió en enfrentarse a Lasker, pues no quería recibir el título sin haber competido por él. En 1921 ambos se enfrentaron finalmente y Capablanca básicamente arrasó: +4-0=10. Lasker no ganó ni una sola partida.
José Raúl Capablanca había sido durante años el rey sin corona: ahora, pasada la treintena, el Mozart del ajedrez estaba finalmente en su sitio: el trono.
La máquina del ajedrez
“Hubo períodos en mi vida en los que pensaba que no podía perder ni una partida. Más tarde sufría una derrota, y eso hacía que despertase de mis sueños y volviese a la tierra”
Capablanca jugando con el veterano campeón alemán Emmanuel Lasker.
Cuando no competía, lejos de dedicarse a estudiar ajedrez, a Capablanca le gustaba desenvolverse entre la alta sociedad, donde era muy bienvenido por sus maneras elegantes, propias de galán cinematográfico. Era mujeriego, disfrutaba jugando al billar y al póker, pero sin embargo su imagen pública no era la de un golfo vividor, sino que resultaba un embajador impecable para el deporte de los escaques. Era extremadamente educado, con el punto justo de modestia. Amable con todo el mundo, encantador sin excesivas zalamerías, y nunca tenía un mal gesto. Capablanca tenía, además de talento, cualidades de estrella: de hecho, se transformó en toda una celebridad mundial, algo que no volvería a suceder hasta la llegada de Bobby Fischer. Pero al contrario que Fischer, Capablanca no estaba obsesionado con el ajedrez y disfrutaba los placeres de una existencia mundana. La vida sacrificada del ajedrecista era algo que él no conocía.
Una derrota ocasional de vez en cuando, en una partida aislada, es algo que incluso el mejor jugador del mundo sufre habitualmente. Es muy raro que en un match importante entre dos de los mejores maestros del mundo uno de ellos no consiga al menos un punto. Al igual que en el tenis, donde en las grandes finales es improbable por no decir casi imposible ver un 6-0, 6-0, 6-0. En el ajedrez de élite, el más pequeño fallo —imperceptible no sólo para aficionados sino incluso para muchos especialistas, que sólo se dan cuenta después— puede conducir a perder una partida. Todos los jugadores son humanos y todos pierden una partida de vez en cuando.
Estas ocasionales derrotas eran lo único que recordaban a José Raúl Capablanca que era, de hecho, humano. Porque para colmo su porcentaje de partidas perdidas era ridículamente bajo. Su superioridad sobre todos los demás jugadores era tal que se le había apodado “la máquina del ajedrez”. Nadie, ni aun los propios grandes maestros, podía entender muy bien de dónde provenía aquella capacidad para jugar de forma tan aparentemente perfecta. Especialmente teniendo en cuenta que nunca se molestaba en estudiar o entrenar. Pero, ¿de dónde provenía aquella superioridad? Llama la atención el que al principio no tuviese ni siquiera un único rival de entidad que pudiese preocuparle: Kaspárov tuvo a Kárpov, Fischer tuvo a Spassky, pero durante bastantes años Capablanca no fue puesto en aprietos por nadie. Estaba él, y después, tras un considerable abismo, estaban el resto de ajedrecistas. Lo curioso es que su estilo de juego era relativamente sencillo. Él mismo lo explicaba:
“El estilo de mi juego no se corresponde totalmente a mi temperamento sureño. Siempre juego con cautela y evito los riesgos, porque me gusta la sencillez… Tengo por principio no arriesgarme en las partidas decisivas”
Alekhine, con uniforme, y Capablanca jugando un torneo en su juventud, cuando aún existía buena relación entre ambos.
Su forma de jugar era simple en apariencia, como simples en apariencia son las melodías de Mozart frente a las complicadísimas armonías y contrapuntos de Bach. Capablanca no jugaba al ataque ni se metía en complicaciones. Sólo miraba el tablero, detectaba una pequeña debilidad en la estrategia de su adversario y se dedicaba a hacer siempre la jugada correcta sin más ambición que mantener esa pequeña ventaja hasta el final de la partida. Ni los jaques sorprendentes ni tampoco las combinaciones imposibles iban con su forma de jugar, lo suyo era el ajedrez “posicional”. Su arma era la sencillez, y lo era precisamente porque le resultaba tan fácil detectar y explotar el más mínimo desequilibrio estratégico del adversario que no necesitaba hacer más que esperar a que dicho desequilibrio apareciese sobre el tablero. Mientras sus rivales calculaban desesperadamente cómo hacerle frente, Capablanca se limitaba a responder con un ajedrez sin florituras, pero sin fallos. Su porcentaje de errores era muy bajo y en una época en que no existían los ordenadores, lo más parecido a una computadora que la humanidad conocía se llamaba José Raúl Capablanca.
Cuando de vez en cuando perdía una partida, eso le recordaba que no debía distraerse más de la cuenta, pero poco más. Incluso durante un periodo de siete u ocho años llegó a no perder siquiera una partida aislada. Eso es algo que no ha hecho Roger Federer en el tenis, por ejemplo. Es fácil imaginar lo frustrante que aquello resultaba para sus rivales. Especialmente para uno de ellos: “el mejor de entre todo el resto”.
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Hugo Andrés De Simone |
Publicado: 2013-04-21 21:39:32 Simplemente IMPECABLE!! |
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Alonso Sergio |
Publicado: 2013-04-21 21:40:58 PARTE II - ALEKHINE
“Si el ajedrez es ciencia, el mejor es Capablanca. Si el ajedrez es arte, el mejor es Alekhine” (G.M. Savielly Tartakover)
“Para mí el ajedrez no es un juego, sino un arte. Sí, y me cargo a las espaldas todas las responsabilidades que un arte impone a sus practicantes” (Alekhine)
La historia de Alexander Alekhine es completamente distinta a la de Capablanca. Hijo de una adinerada familia rusa, incluso llegó a ser encarcelado durante la Revolución rusa acusado de espionaje, lo cual pudo haberle costado la vida. Tras su liberación, Alekhine huyó a occidente y terminó adquiriendo la nacionalidad francesa. Fue un individuo formal, aplicado y serio, sin el gusto por lo mundano de Capablanca. La misma actitud aplicó al ajedrez, cuya teoría estudiaba concienzudamente. No era especialmente simpático ni tenía las habilidades sociales de Capablanca, lo cual le mantuvo más alejado de los aplausos del gran público, pero entre los ajedrecistas y aficionados despertaba admiración por la originalidad y brillantez de sus espectaculares partidas.
Alekhine, individuo de facetas oscuras pero maestro universal del juego de ataque y del ajedrez enrevesado y artístico.
Aunque no fue un niño prodigio, sí mostró un talento natural bastante considerable, aunque de naturaleza distinta al de Capablanca. De hecho, hoy también se considera a Alekhine un genio y es por ejemplo uno de los ídolos de Garry Kasparov. Su arma era la imaginación, la fantasía. Le gustaba jugar al ataque, con complicadísimas combinaciones de jugadas ofensivas que causaban el terror entre sus rivales (excepto, claro, Capablanca, a quien nunca ganaba) y que le solían valer premios a la partida más bella en muchos torneos donde participaba. Pese a su imagen de individuo seco y estudioso, cuando se ponía a jugar era poseído por el espíritu artístico y buscaba el camino más enrevesado para llegar a su objetivo. Capablanca decía amar la sencillez, pero Alekhine buscaba el juego más complicado e imprevisible posible. Una curiosa paradoja: Capablanca, un bohemio en la vida, tenía un estilo de ajedrez que era bastante simple y metódico. Alekhine, un individuo metódico en la vida, tenía un estilo imaginativo y arriesgado.
El gran Leontxo García (que espero sepa perdonarme el que yo transcriba “Alekhine” todavía a la manera tradicional y de uso común, aunque estrictamente incorrecta) probablemente explicaría esta paradoja en téminos de temperamento. Capablanca era un hombre pacífico y esa placidez se transmitía en su juego “tranquilo”. Alekhine, en cambio, era muy competitivo e incluso con momentos de cierta agresividad, lo cual se traducía en un juego de ataque. El ajedrez, ese fascinante espejo del alma humana.
La evolución de Alekhine se produjo a la sombra del ascenso y reinado del cubano. Alekhine se estableció como un sólido número dos del mundo y cuando acudía a un torneo —en el que no estuviese Capablanca— solía vencer, mostrando que también él era bastante superior al resto. No tenía la misma capacidad instintiva del campeón para descifrar al instante una posición sobre el tablero. Sin embargo, si hablamos de imaginación, la suya no tenía parangón. Se dejaba llevar de tal manera por su inspirado talento para componer complicadas combinaciones de jugadas que él mismo tuvo que aprender a ponerle las riendas a su inagotable fantasía, porque eso le llevaba a correr excesivos riesgos: “he tenido que trabajar duramente para erradicar la peligrosa ilusión de que en una mala posición puedo, siempre o casi siempre, conjurar una inesperada combinación de jugadas para librarme de las dificultades ”. Bajo la imagen adusta de un jugador serio y metódico se ocultaba la efervescente creatividad de un verdadero creador de belleza. Pero la fantasía en ajedrez implica imperfecciones. Alekhine tenía un juego fantasioso y por tanto ligeramente imperfecto. Capablanca se alimentaba de las imperfecciones del rival con suma facilidad. Resultado: Alekhine no podía con él.
Empezaron siendo amigos, e incluso se reunían para practicar y comentar jugadas. Pero la obsesión de Alekhine con el ajedrez tenía que pasar factura a la relación tarde o temprano. Conforme el ruso mejoraba y empezaba a triunfar en los torneos, sentía la creciente frustración de saber que Capablanca era el número uno y lo iba a seguir siendo sin esforzarse lo más mínimo. Y para colmo con un juego bastante más simple y monótono, menos bello, que el suyo propio. Alekhine se estrujaba el cerebro componiendo grandes sinfonías ajedrecísticas para vencer a sus rivales, pero a Capablanca le bastaba con silbar una sencilla melodía como quien pasea por el parque. Eran dos tipos muy distintos de inspiración, dos juegos opuestos, y el arte feroz de Alekhine no estaba pudiendo con la tranquila lógica innata de Capablanca.
En 1926 Alekhine tenía ya la magnitud suficiente como para ser considerado el principal aspirante a desafiar al campeón. Pero Capablanca demandaba una bolsa bastante elevada a quien quisiera disputarle el título y Alekhine, que no disponía de ese dinero (sus bienes familiares habían sido embargados tras la revolución rusa), no encontraba patrocinadores. Sólo la intervención del gobierno argentino, que se ofreció a pagar la bolsa requerida y a organizar el match, permitió que los dos mejores ajedrecistas de la época se enfrentasen en 1927 para disputarse el título mundial. Un confiado Capablanca y un angustiadísimo Alekhine se iban a ver las caras en Buenos Aires. Casi todos los grandes maestros pensaban no ya que Capablanca iba a vencer el match, sino que arrasaría.
Se dice incluso que José Raúl Capablanca pasó la noche previa a la primera partida en compañía de una conocida actriz argentina. Estaba a punto de comenzar el match por el título mundial, y el campeón retozaba entre las sábanas a pocas horas del enfrentamiento crucial. No estaba lo que se dice concentrado en su ajedrez
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